Noches de blanco satén
Desperté sobresaltado por el sueño que me había asaltado durante la situación onírica en la que me había sumido. Y rodeado de una capa de sudor que reproducía en mi olfato, un repulsivo mal olor, me levanté dispuesto a ducharme. El agua fría, despierto como estaba, me sacó súbitamente del ensimismamiento en la que me hallaba sumido, pero agradecí, poco después, su calidez resbalando por mi piel, sobornando los poros para dejar entrar en su interior la candidez de la serenidad. Poco después, me encontraba de nuevo con el mismo sueño, tumbado en la misma cama, y sin embargo, con el mismo olor. "¿Qué coño me pasa" Me pregunté.
Me levanté, y me miré en el espejo con la intención de descubrir alguna anomalía física que justificara un hedor tan desagradable, pero no la encontré. No había rastro alguno de sudor en mi piel, y sin embargo, la reproducción olfativa de la podredumbre y la mala conservación, se introducían en mi cerebro y me provocaban una auto-repulsión desesperante. Me giré en el espejo y me encorvé, sobre mi mismo para llorar. Me sentía asqueado de mi propio ser, y me desgrané en lágrimas cobardes que llevaban intrínsecas en sus acuosas esencias lo más denigrante de mi existencia: la ignorancia. La ignorancia de saber, lo que podría mi ser. De reojo, vi mi espalda reflejada en el espejo y me asusté. Había una mano. Si, una mano sobresaliendo de mi columna vertebral. Inerte, y famélica, sobresalía de una brecha sanguinolenta abierta a fuerza de presión, supongo, lo cierto, es que allí se encontraba. Sentí algo, en lo más profundo de mi anatómico desencanto, un nuevo empuje, tal vez, y de la mano nació un antebrazo, que empujaba así mismo, abriendo la brecha que lo contenía, que intentaba inútilmente salvaguardar la compostura de mi cuerpo, y salió. De la brecha, comenzó a nacer un brazo, anónimo e igualmente ingrávido, que empujaba hacia la realidad la fuerza que a secretos entrañaba. Y de allí, vi surgir un hombro, y una cabeza impregnada de una capa acuosa surgió después de mi médula espinal. Nacida del hastío y del deseo contenido, vi vestido de pus y sangre, un rostro de mujer, y me enternecí; me agazapé sobre mi mismo, para dejarla crecer. Me desencantaba en gritos y alaridos dejándome desollar por un hecho tan irascible e incontenible, producido tal vez por Dios, por el diablo, por una fuerza tan incomprensible…Lo cierto es que nació. Incapaz de moverme quedé, inútil sobre la moqueta. Mi columna se había desfragmentado en un millón de moscas que habian volado hacia la infinitud de la escena. Y a mi lado, yacía perpleja, la chica vestida con una capa de baba, y pus. Impregnada de sangre y de sudor. Con su portento corporal desnudo, abierto al espectador, sesión golfa, entrada gratis, y expectante, el espectador desfalleció.
- ¿Quién…eres?- pregunté incapaz de moverme. Ella habló en un idioma, completamente desconocido, y me abrazó. Rodeó con sus brazos de piel humana mi portento monstruoso y me besó en la nuca, y me acarició las pupilas con su estampa majestuosamente femenina, y la amé. -¿Acaso importa?- pregunté. Me dejé acunar en sus iris desmembrados, y con el cuerpo desollado comencé a dormir. Soñé que me besaba, mientras en la realidad, me abrazaba, y desee despertar. “No tienes nada, que envidiar a los ángeles” pensé, y sin saber besar, me besó. Y sin saber lo que era, la amé: y conseguí dormir, y no tuve que soñar. Y sin saber, supimos, que era menester querernos, como si de lo demás, supiéramos más de lo necesario.
Me levanté, y me miré en el espejo con la intención de descubrir alguna anomalía física que justificara un hedor tan desagradable, pero no la encontré. No había rastro alguno de sudor en mi piel, y sin embargo, la reproducción olfativa de la podredumbre y la mala conservación, se introducían en mi cerebro y me provocaban una auto-repulsión desesperante. Me giré en el espejo y me encorvé, sobre mi mismo para llorar. Me sentía asqueado de mi propio ser, y me desgrané en lágrimas cobardes que llevaban intrínsecas en sus acuosas esencias lo más denigrante de mi existencia: la ignorancia. La ignorancia de saber, lo que podría mi ser. De reojo, vi mi espalda reflejada en el espejo y me asusté. Había una mano. Si, una mano sobresaliendo de mi columna vertebral. Inerte, y famélica, sobresalía de una brecha sanguinolenta abierta a fuerza de presión, supongo, lo cierto, es que allí se encontraba. Sentí algo, en lo más profundo de mi anatómico desencanto, un nuevo empuje, tal vez, y de la mano nació un antebrazo, que empujaba así mismo, abriendo la brecha que lo contenía, que intentaba inútilmente salvaguardar la compostura de mi cuerpo, y salió. De la brecha, comenzó a nacer un brazo, anónimo e igualmente ingrávido, que empujaba hacia la realidad la fuerza que a secretos entrañaba. Y de allí, vi surgir un hombro, y una cabeza impregnada de una capa acuosa surgió después de mi médula espinal. Nacida del hastío y del deseo contenido, vi vestido de pus y sangre, un rostro de mujer, y me enternecí; me agazapé sobre mi mismo, para dejarla crecer. Me desencantaba en gritos y alaridos dejándome desollar por un hecho tan irascible e incontenible, producido tal vez por Dios, por el diablo, por una fuerza tan incomprensible…Lo cierto es que nació. Incapaz de moverme quedé, inútil sobre la moqueta. Mi columna se había desfragmentado en un millón de moscas que habian volado hacia la infinitud de la escena. Y a mi lado, yacía perpleja, la chica vestida con una capa de baba, y pus. Impregnada de sangre y de sudor. Con su portento corporal desnudo, abierto al espectador, sesión golfa, entrada gratis, y expectante, el espectador desfalleció.
- ¿Quién…eres?- pregunté incapaz de moverme. Ella habló en un idioma, completamente desconocido, y me abrazó. Rodeó con sus brazos de piel humana mi portento monstruoso y me besó en la nuca, y me acarició las pupilas con su estampa majestuosamente femenina, y la amé. -¿Acaso importa?- pregunté. Me dejé acunar en sus iris desmembrados, y con el cuerpo desollado comencé a dormir. Soñé que me besaba, mientras en la realidad, me abrazaba, y desee despertar. “No tienes nada, que envidiar a los ángeles” pensé, y sin saber besar, me besó. Y sin saber lo que era, la amé: y conseguí dormir, y no tuve que soñar. Y sin saber, supimos, que era menester querernos, como si de lo demás, supiéramos más de lo necesario.
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