
Caí sobre una superficie lisa y encorvada, de color azul intenso, que olía extremadamente bien. Y, sin poderlo evitar, resbalé irremediablemente hacia el ojo negro que su interior guardaba. Era un cuerpo punteado, donde el sol golpeaba con afanosa responsabilidad, y podía sentarme a meditar. Era un rincón, donde sólo las líneas más hermosas, compuestas de letras, venían a surcar mis hemisferios cerebrales. Pero...
Más, de una vez, me adormecí ejercitando mis aletas nasales bajo el soberbio poder de aquel olor. Más, de una vez, fluí intelectualmente, mientras las pulidas yemas de mis dedos, rozaban aquel azul, tan poderoso. Más, de una vez, pensé, que si algo debía matarme, prefería que me encontrase allí. Por eso, a menudo, me desnudé, y volvía solo al mundo, a por un bolígrafo nuevo, o a deleitarme con una canción. Algún día, me cansé del silencio, de sólo oír mi voz, y fui a visitarte, sin que te dieras cuenta. Te escribí algún verso, y un millón, de canciones, sin que tú, te percatases. Nunca quise estar contigo, yo no decidí existir. Vivo, en el pétalo festoneado de una violeta, pero a veces, me siento indefinido y borroso, punteado y fragmentado, como yo, en tus retinas: azul intenso, de cuerpo punteado, y curvas pronunciadas proyectadas en gotas lacrimales de amor cercenado. Desde que las violetas de tus ojos lloraron, mi hogar yace marchito, me odian las flores, no me mira el sol: me obligan, a vivir aquí, a tragarme el corazón, a escribir, sólo a veces, y sólo, de vez en cuando, que yo ya no soy yo.
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