Simbiosis
Por los enormes altavoces colocados en diferentes lugares de la casa, resonaba el Bolero de Ravel, mientras él, derramaba un culo de vino tinto sobre una copa de largo y finísimo cuello, con redonda base. Había disperso tres filetes de carne sobre un plato con decoración floral, y los había aliñado con sal posteriormente. Ahora, en una sartén dispersaba circularmente abstractos dibujos de aceite de oliva virgen. Sacó una pinza del tercer cajón de su rústica cocina con acabados de mádera de pino, y bebió un ligero sorbo de Catania.
Desde la ventana de la cocina, la luz del sol rayaba la superficie de la encimera de una forma esperanzadora, no obstante, los gritos que se filtraban de la habitación del final del pasillo de arriba, seguían incesantemente repitiéndose. Interrumpían la delicada sonoridad de la música, la trayectoria de esas notas por la casa, la reverberación de esos acordes entre unas paredes tan exquisitas, aquellos gritos eran distónicos, tarde o temprano, si no por si mismos, él, los haría cesar.
Atrapó uno de los filetes con la pinza, y lo dispersó sobre la sartén. El aceite abrazó la carne y comenzó a abrasarla con verdadero amor. Algunas lágrimas de aceite salpicaron la vitrocerámica, osadía que hizo que Díaz de Cerio produjera un chasquido con la lengua. Dejó que cada perfil psicológico de la carne, fuera pasto de las llamas apenas dos minutos, luego los fue sacando progresivamente y depositándolos sobre una bandeja. Estaban poco hechos, una verdadera exquisitez. El rojo fluido que ante el simple gesto de cortarlos, afloraba, era para él, el único y verdadero gesto de vida que podía mostrar algo llamado a ser sustento para un ser superior. Justo en ese preciso instante, el timbre de la casa sonó.
Esperó los cinco segundos de rigor, y se dirigió hacia el recibidor. Llevaba una sóla prenda de vestir, una sobria bata de franela roja, con una gran efe dorada, bordada sobre el pecho, justo en pleno corazón. Cuando abrió se encontró al otro lado a la persona que esperaba. Era el indeseable tipejo con el que había quedado, le hizo entrar despreciando la mano tendida que el otro le había ofrecido en protocolario gesto de saludo.
-¿Qué canción es esta?- preguntó el visitante- Me suena...
-No es una canción, y permíteme, que dude que te suene. Siéntate -dijo ofreciéndole una silla en la mesa cuidadosamente preparada para el encuentro.- He preparado carne, ¿Qué te parece?
-Está muy bien. -respondió el otro, notándose algo incómodo.
Díaz de Cerio, desde la cocina, se colocó cuidadosamente las gafas con montura negra. Se distribuyó a su vez el largo flequillo negro que cubría caóticamente su frente, orientándolo hacía la derecha. Observó su reflejo en la puerta del horno, y se encontró verdaderamente famélico. Luego cogió con ambas manos la bandeja y la llevó al salón, dejándola cuidadosamente sobre la mesa. El otro se encorvó sobre ella para oler la comida, y la visión del filete ensangrentado le produjo un gesto de repulsión en la boca.
-¿No te gusta?- preguntó el cocinero, percatándose de aquella reacción.
-Si...es sólo, que me parece....poca comida, tres filetes, para dos.
-Oh...no te preocupes por eso, yo comeré después, y cocinaré alguna otra cosa para mí. Tu aliméntate bien. Voy a cambiar de pieza.
Mientras Díaz de Cerio se levantaba, y hacía resonar en aquellos altavoces la Obertura 1812 de Tchaikovsky, el único comensal que había sobre la mesa, desnudaba de sangre los filetes que ante él habían sido colocados, y los traspasaba a su plato con burdo desdén. Los notaba profundamente desagradables. Cuando oyó un grito, en la planta de arriba, sintió un profundo escalofrío, justo en ese preciso instante en el que los violoncellos y las violas empezaban a copular en perfecta armonía.
Justo en ese preciso instante en el que Díaz de Cerio aparecía de nuevo en la sala, y le miraba con los ojos inyectados en vena, al ver el sacrilegio que aquel tipo había hecho con su obra. Justo en ese preciso instante: Distinguió los ribetes de sangre sobre la superficie plateada, y los filetes torpemente mutilados ante la mirada asqueada del comensal. A su vez, distinguió en aquella boca desmesuradamente abierta, una mueca de espanto como resultado de los gritos. Pero aún no había llegado el momento, en las paredes resonaba todavía la hermosa marcha de los metales, que enunciaba la génesis de la posterior catarsis. Cerró los ojos un segundo, mientras de forma profunda acumulaba aire en sus pulmones. Luego, se dirigió a la cocina, y arrebató de la placa de exposición de cuchillos japoneses, el que poseía la hoja más grande.
El otro, paralizado, sintió un ataque de pánico ante el sonido de los cañones, y la compulsividad de la música que a aquellas alturas ya propiciaba el fragmento triunfal del himno francés, la Marsellesa; miró los altavoces con un brillo de terror en las pupilas, y no escuchó los pasos del carnicero que se aproximaba a grandes zancadas por la espalda. Con una mano de largos y delgadísimos dedos, agarró al huésped por la cabeza desde arriba, cogiéndole como si de un crío se tratara, para inmovilizar sus movimientos. Luego, dibujó un arco de fuera, hacia dentro, con el brazo que sostenía el cuchillo, clavándolo en la boca de aquel tipejo ingrato, dibujándole una paradógica sonrisa.
-¿Para qué quieres una boca, si no aprecias lo que te ofrezco?- le repetía de forma compulsiva Díaz, mientras clavaba el cuchillo esta vez reiteradamente en las rodillas del otro. Sentía una profunda armonía emocional ante la liberación de aquellos primitivos instintos y la delicia de aquella estruendosa música masturbando sus tímpanos. Los elementos situacionales sincronizaban, al menos eso le parecía a él.
Las paredes sufrían un clímax sonoro y dejaban liberar sus propias hormonas sexuales para que Díaz de Cerio las acaparase con su profundo caos mental, ordenado, según un criterio puramente visceral. Mientras trazaba aquellos dibujos con el cuchillo, en el cuerpo sangrante del receptor, su flequillo bailaba de un lado a otro de la cara, enfatizando su mirada completamente enajenada. Se mordía el labio inferior de excitación, mientras marcaba con el cuchillo el tempo que la orquesta cuidadosamente debía seguir.
Y sabía, que sólo con el silencio pararía aquella sangrienta carnicería. Por eso, justo un par de segundos antes de que esa ausencia de sonido colonizara su musical territorio, trazó la última cuchillada mortal abriendo horizontalmente la traquea del sujeto. Luego, empujándolo, liberó el sitio que con tanto esmero le había preparado, y lo ocupó con verdadera parsimonia.
Para entonces la música había cesado. Los gritos del piso de arriba se habían transformado en agónicos llantos de desesperación cobarde. Tomó los cubiertos del huésped, y mientras le veía revolvserse timidamente en el suelo, sufriendo ya los espasmos inconscientes de la muerte, clavó el tenedor en el filete y cortó. Repasó con el trozo partido, la sangre del difunto que había quedado impresa en la hoja del cuchillo, y lo introdujo una vez húmedo, en su boca.
-Delicioso...-susurró- Tu, sin embargo...tienes muy mal aspecto: Deberías ir a un peluquero.
Desde la ventana de la cocina, la luz del sol rayaba la superficie de la encimera de una forma esperanzadora, no obstante, los gritos que se filtraban de la habitación del final del pasillo de arriba, seguían incesantemente repitiéndose. Interrumpían la delicada sonoridad de la música, la trayectoria de esas notas por la casa, la reverberación de esos acordes entre unas paredes tan exquisitas, aquellos gritos eran distónicos, tarde o temprano, si no por si mismos, él, los haría cesar.
Atrapó uno de los filetes con la pinza, y lo dispersó sobre la sartén. El aceite abrazó la carne y comenzó a abrasarla con verdadero amor. Algunas lágrimas de aceite salpicaron la vitrocerámica, osadía que hizo que Díaz de Cerio produjera un chasquido con la lengua. Dejó que cada perfil psicológico de la carne, fuera pasto de las llamas apenas dos minutos, luego los fue sacando progresivamente y depositándolos sobre una bandeja. Estaban poco hechos, una verdadera exquisitez. El rojo fluido que ante el simple gesto de cortarlos, afloraba, era para él, el único y verdadero gesto de vida que podía mostrar algo llamado a ser sustento para un ser superior. Justo en ese preciso instante, el timbre de la casa sonó.
Esperó los cinco segundos de rigor, y se dirigió hacia el recibidor. Llevaba una sóla prenda de vestir, una sobria bata de franela roja, con una gran efe dorada, bordada sobre el pecho, justo en pleno corazón. Cuando abrió se encontró al otro lado a la persona que esperaba. Era el indeseable tipejo con el que había quedado, le hizo entrar despreciando la mano tendida que el otro le había ofrecido en protocolario gesto de saludo.
-¿Qué canción es esta?- preguntó el visitante- Me suena...
-No es una canción, y permíteme, que dude que te suene. Siéntate -dijo ofreciéndole una silla en la mesa cuidadosamente preparada para el encuentro.- He preparado carne, ¿Qué te parece?
-Está muy bien. -respondió el otro, notándose algo incómodo.
Díaz de Cerio, desde la cocina, se colocó cuidadosamente las gafas con montura negra. Se distribuyó a su vez el largo flequillo negro que cubría caóticamente su frente, orientándolo hacía la derecha. Observó su reflejo en la puerta del horno, y se encontró verdaderamente famélico. Luego cogió con ambas manos la bandeja y la llevó al salón, dejándola cuidadosamente sobre la mesa. El otro se encorvó sobre ella para oler la comida, y la visión del filete ensangrentado le produjo un gesto de repulsión en la boca.
-¿No te gusta?- preguntó el cocinero, percatándose de aquella reacción.
-Si...es sólo, que me parece....poca comida, tres filetes, para dos.
-Oh...no te preocupes por eso, yo comeré después, y cocinaré alguna otra cosa para mí. Tu aliméntate bien. Voy a cambiar de pieza.
Mientras Díaz de Cerio se levantaba, y hacía resonar en aquellos altavoces la Obertura 1812 de Tchaikovsky, el único comensal que había sobre la mesa, desnudaba de sangre los filetes que ante él habían sido colocados, y los traspasaba a su plato con burdo desdén. Los notaba profundamente desagradables. Cuando oyó un grito, en la planta de arriba, sintió un profundo escalofrío, justo en ese preciso instante en el que los violoncellos y las violas empezaban a copular en perfecta armonía.
Justo en ese preciso instante en el que Díaz de Cerio aparecía de nuevo en la sala, y le miraba con los ojos inyectados en vena, al ver el sacrilegio que aquel tipo había hecho con su obra. Justo en ese preciso instante: Distinguió los ribetes de sangre sobre la superficie plateada, y los filetes torpemente mutilados ante la mirada asqueada del comensal. A su vez, distinguió en aquella boca desmesuradamente abierta, una mueca de espanto como resultado de los gritos. Pero aún no había llegado el momento, en las paredes resonaba todavía la hermosa marcha de los metales, que enunciaba la génesis de la posterior catarsis. Cerró los ojos un segundo, mientras de forma profunda acumulaba aire en sus pulmones. Luego, se dirigió a la cocina, y arrebató de la placa de exposición de cuchillos japoneses, el que poseía la hoja más grande.
El otro, paralizado, sintió un ataque de pánico ante el sonido de los cañones, y la compulsividad de la música que a aquellas alturas ya propiciaba el fragmento triunfal del himno francés, la Marsellesa; miró los altavoces con un brillo de terror en las pupilas, y no escuchó los pasos del carnicero que se aproximaba a grandes zancadas por la espalda. Con una mano de largos y delgadísimos dedos, agarró al huésped por la cabeza desde arriba, cogiéndole como si de un crío se tratara, para inmovilizar sus movimientos. Luego, dibujó un arco de fuera, hacia dentro, con el brazo que sostenía el cuchillo, clavándolo en la boca de aquel tipejo ingrato, dibujándole una paradógica sonrisa.
-¿Para qué quieres una boca, si no aprecias lo que te ofrezco?- le repetía de forma compulsiva Díaz, mientras clavaba el cuchillo esta vez reiteradamente en las rodillas del otro. Sentía una profunda armonía emocional ante la liberación de aquellos primitivos instintos y la delicia de aquella estruendosa música masturbando sus tímpanos. Los elementos situacionales sincronizaban, al menos eso le parecía a él.
Las paredes sufrían un clímax sonoro y dejaban liberar sus propias hormonas sexuales para que Díaz de Cerio las acaparase con su profundo caos mental, ordenado, según un criterio puramente visceral. Mientras trazaba aquellos dibujos con el cuchillo, en el cuerpo sangrante del receptor, su flequillo bailaba de un lado a otro de la cara, enfatizando su mirada completamente enajenada. Se mordía el labio inferior de excitación, mientras marcaba con el cuchillo el tempo que la orquesta cuidadosamente debía seguir.
Y sabía, que sólo con el silencio pararía aquella sangrienta carnicería. Por eso, justo un par de segundos antes de que esa ausencia de sonido colonizara su musical territorio, trazó la última cuchillada mortal abriendo horizontalmente la traquea del sujeto. Luego, empujándolo, liberó el sitio que con tanto esmero le había preparado, y lo ocupó con verdadera parsimonia.
Para entonces la música había cesado. Los gritos del piso de arriba se habían transformado en agónicos llantos de desesperación cobarde. Tomó los cubiertos del huésped, y mientras le veía revolvserse timidamente en el suelo, sufriendo ya los espasmos inconscientes de la muerte, clavó el tenedor en el filete y cortó. Repasó con el trozo partido, la sangre del difunto que había quedado impresa en la hoja del cuchillo, y lo introdujo una vez húmedo, en su boca.
-Delicioso...-susurró- Tu, sin embargo...tienes muy mal aspecto: Deberías ir a un peluquero.
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