Algo sobre la vida de Ricardo Blas
Mira…mira que pequeño es…
¿Y si es tan pequeño como puede
brillar tanto?
Mmmm, no sé, porque tendrá mucha
luz, supongo, ¿No? Ay…pero que listo eres, vaya preguntas me haces, de mayor
serás tan listo como el abuelo.
¿Dónde está él?
Alli…-dice Ricardo señalando el
sol- allí está.
¿Por eso brilla tanto?
Por eso brilla tanto.
Ricardo blas nació con canas, un
cuatro de Abril en un pueblo con menos vivos que un cementerio. Su madre,
Dolores Artea que murió en el parto, llevaba cinco años diciendo que se notaba
el vientre pesado, al principio, pensó que por culpa de las abundantes
comilonas que hacían a diario por contentar los lujuriosos estómagos varoniles de
la familia; luego, pensó que era culpa de la abuela Hortensia, de la incontable
cantidad de especias con la que solía aderezar hasta las comidas más sabrosas.
Pero iban pasando los días, y aquello a lo que había Dolores atribuido la culpa
de aquellas incómodas sensaciones cambiaba, mientras que éstas en vez de
desaparecer se acentuaban.
Un día, después de que su marido
se fuera a trabajar, se dispuso a tender la ropa que acababa de lavar, cuando
se descubrió de pronto incapaz de levantar los brazos. Ambos, que parecían
pesar toneladas, no sólo no la obedecían sino que encima parecían inclinarse
hacia abajo, progresivamente más, cada vez, pese a la voluntad de ella. Como si
quisieran tocar el suelo las manos se tensaban y se estiraban, con la yema de
los dedos orientados hacia la hierba que bailaba entonces alocada, al son del
viento revoltoso. De modo que Dolores no pudo hacer más que inclinarse hacia
abajo bajo el influjo de aquel impulso, cosa que no solucionó nada. Pues las
manos siguieron haciendo más, y más fuerza, sin conformarse con aquella corta
distancia. La única solución que Dolores pudo encontrar para emparejar su
voluntad con la de sus manos, fue sentarse en el suelo. Quedarse así un
instante, a ver si con el tiempo se le pasaba.
Nunca pensó que pudiera estar embarazada,
nunca sintió engordar su abdomen, ni que el niño le diera patadas, ni que
tuviera que comer más para calmar un insaciable apetito, sino todo lo
contrario. Habían sido cinco años de una paz extremadamente deliciosa; sólo esa
sensación, sólo ese dolor y esa pesadez se habían alternado con los días,
combinado a veces, convirtiendo en un misterio la enfermedad que parecía
herirla sin matarla. Y es que a sus sesenta y cinco años era impensable que
pudiera quedarse en estado.
No fue hasta que dio a luz, y
murió, cuando su marido habló con la bisabuela y esta le explicó que era lo más
natural del mundo, pues Dolores siempre había sido una chica retraída y
reservada para el noblísimo arte de amar y conjugar.
-Ella prometió a los diez años
que estaba dispuesta a morirse antes que tener niños. Y todo porque su hermano
Rodrigo le contó a sus amigos que ella había nacido con genitales masculinos y
que eran los hermosos senos que ocultaba bajo anchas blusas, lo único que la
hacía semejante a una mujer. Aquello le canjeó una gran cantidad de amigos a
Rodrigo, tantos como enemigos a Dolores.
Por eso ella, decidió cerrarse en
banda a la posibilidad de tener descendencia. Su marido, que se había casado
con ella por la más ferviente compasión, no intentó jamás inducirla a llevar a
cabo practicas sexuales, ya que como hombre inmerso en las tradicionales
prácticas del pueblo, había creído a pies juntillas las palabras perversas de
Rodrigo.
Por eso Dolores, que consternada era
incapaz de mirar al cielo por el dolor que desde la nuca recorría su columna
hasta las rodillas, no contemplaba de ninguna manera que aquel dolor pudiera
solventarse con algo tan natural como un parto.
Cuando Ricardo Blas nació,
observó con prematura senectud cuantos ojos le miraban, y negó con la cabeza.
Dijo palabras, que de alguna manera, ninguno de los presentes pudo entender. Y
no porque estuvieran inmersos en la tragedia que acababa de producirse con la
muerte de la madre, sino porque ninguno de ellos quiso escuchar la voz de un
recién nacido que había nacido con la cabellera atiborrada de nieve.
Así le miraban, con el asombro de
quien contempla un prodigio de la naturaleza, y a la vez con la ineptitud de
quien es incapaz de comprenderlo. No obstante Ricardo, que se había prometido
ya, desde el vientre de su madre, no ser un hombre rencoroso, ni vengativo,
decidió no mirarles más el rostro, para no conservar sus caras en la memoria,
ni juzgarles nunca por más que les considerase partícipes de la inmensa
ignorancia que parecía, tendría que
soportar durante el resto de sus días, sólo por haber nacido.
Ni siquiera le habían dejado aún
en la incubadora, cuando Ricardo decidió que quería salir del hospital. Le nublaban
las paredes, le agotaba el blanco de tantos uniformes, pasando por su lado como
fantasmas o purísimas sombras aquejadas sin embargo de una extraña somnolencia.
Fue así que solicitó una y mil veces, le dejaran salir a la calle. Y trató a
menudo desasirse de los brazos de aquella embotada enfermera que le bamboleaba
como si quisiera marearle para convencerle. Y no lo logró, no logró convencer
al bueno de Ricardo, que tenía una rigidez intelectual infranqueable, lo que si
consiguió, no obstante, fue que éste se quedara dormido.
Cuando despertó percibió que
alguien le observaba. Trató de moverse pero notó que la cabeza parecía pesarle
horrores. Fue por ella que no pudo ver a su padre hasta tres horas más tarde.
Cuando los médicos, incapaces de justificar el tiempo que aquel niño había
pasado en el vientre de su madre, se contentaron con decir únicamente que
estaba sobradamente preparado para recibir el alta. Ricardo llóro al ver a su
padre, porque leyó en sus ojos como si de una canción se tratara, que aquella
que le había traído al mundo había muerto. Lloró también por el amargo
semblante de su padre, porque su sangre hervía y desprendía un olor que suscitaba decadencia, que le traía recuerdos de la muerte.
Por eso le dijo que fuera fuerte,
que juntos resistirían aquel entuerto.
Y el padre, asintiendo, no quiso
decir lo que pensaba, porque pensó que su hijo ya lo sabía. Y el padre no quiso
ver nada, porque pensó que su hijo veía por los dos. Y el padre no quiso sentir
nada, porque pensó que si lo hacía su hijo no dejaría de llorar.
Fue entonces cuando empezó a
preguntarle sobre todas las cosas.
Porque creyó que él venía de un
lugar extraño, y que tenía poderes, de alguna manera inconcebibles, que le
hacían capaz de definir las cosas de una manera imperiosamente cercana a la perfección.
Y él, que después de la muerte de su mujer, había visto siendo virgen el
nacimiento de su hijo primogénito, decidió creerse cuanto su hijo le contara
porque pensó sin duda alguna que aquello era lo único que le haría real.
Y el hijo señalando el sol, le
dijo que allí estaba el abuelo.
Y él, que sólo quería ser real,
le pidió que le llevara hasta allí, pues quería conocerle.
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