XIX
Era un Miércoles por la tarde, el día que Eusebio despertó de fiebre. Tenía tanto calor en las entrañas que le sudaban los ojos y no veía más que niebla. Tanteó en la tibia luz del día el sol, tumbado sobre la acera, pero no consiguió alcanzarlo. Brillaba tan fuerte en lo alto, con el vientre mojado de melancolía derramaba nostalgia por las paredes y dejaba pasar las horas mientras Eusebio tanteaba el aire con las manos manchadas de hollín.
Se estaba muriedno de miedo, el pobre infeliz.
Rumiaba el aire ponzoñoso de la tarde mientras pasaban las horas y le encontraban perdido. Y es que Eusebio sudaba las tripas, las dejaba escapar por los poros, las dejaba marchar desfilando por la piel deslizándose entre los vellos, se le iba la vida.
Tengo el corazón de palo, se dijo así mismo.
Se llevó las manos al pecho y no notó el latido.
Entonces...no puedes morirte, le dijo una voz.
Claro que no, tengo el corazón de palo.
Tomó aire lentamente y se incorporó ligeramente apoyándose en las manos. Sus ojos seguían cegados, la fiebre continuaba humedeciendo hasta su sombra, y el aire empezaba a refrescar. A pocos metros de él escuchó un cuervo graznando. Sus pupilas brumosas tintinearon un instante, pero sus ojos no consiguieron descubrir el lugar exacto en el que el pájaro se había posado.
Suspiró.
Empezaba a hacer frio, y el sol se empezaba a rendir.
Tienes el corazón de palo, graznó el cuervo.
Y Eusebio bajó la cabeza avergonzado.
Hasta el pájaro se había dado cuenta.
Y para colmo empezaba a intuir, que tarde o temprano moriría de todas formas.
Se arrastró ligeramente sobre el suelo hasta la pared que había a su espalda, y allí se apoyó cerrando los ojos. Tenía la cabeza orientada hacia el tejado de enfrente pero sus párpados le negaban la vista. Tenía los puños cerrados, algo de rabia pululando en las venas, y a veces oía las alas, del cuervo, batientes, agitándose cerca de el.
Se llevó las manos otra vez al pecho,
seguía sin notarse el pulso. Tenía calor. Tenía calor en el pecho,
la madera...el corazón de palo,
ardiendo, elevando hasta sus labios la negra humareda.
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