La historia de los muertos: Testimonio de Raquel, Parte II
Laura estaba muy entera, decía
que no pasaba nada, que debíamos estar tranquilas. Yo confiaba en ella, no sé
si porque vivía cerca y conocía la zona, porque había visto de lejos ese
hospital, qué estúpidez, no sé, el caso es que confiaba en ella. En esos casos
buscas agarrarte a algo, y ella hablaba con mucha seguridad, decía que todo era
un juego entre Iván y Daniel que la habían liado entre los dos para meternos
miedo, para tenernos entretenidos hasta el día siguiente, y yo la creí. Pero
Lucía no. Ella estaba al borde del infarto. Cuando volvimos al hall la
encontramos llorando, hiperventilando, dijo que había visto una sombra, una
sombra escurrirse por el pasillo que habían atravesado Daniel y Héctor minutos
antes, y no quisimos hacerla caso, nos quedamos con ella, esperando que
volvieran, tranquilizándola. Pero entonces sonó otro ruido. Uno que persistía,
que se mantenía en el tiempo, y que venía por la misma zona por la que había
venido el anterior, por la zona del primer piso, subiendo las escaleras. Laura
me miró, yo miré a Lucía, no podíamos dejarla sola, yo tenía miedo de que un
susto, un sobresalto, cualquier cosa
accidental acabara por provocar una tragedia, pero Laura no se lo pensó y se
fue, subió las escaleras, le dije que parara, que se esperase hasta que
llegaran los otros, pero ella también estaba nerviosa, ¿cómo no iba a estarlo?
Pero yo no me moví, en ese momento me dio igual, culpé a Laura de su temeridad,
pensé que si le pasaba algo sería culpa suya, que debíamos estar unidas,
aguantar, nunca pensé que no fuera a regresar, que la vez que la vi subiendo
las escaleras a la carrera, loca por encontrar aquello que producía aquel
ruido seria la última.
Ojalá ustedes la encuentren,
ojalá me den buenas noticias.
El ruido, como le he dicho, era
constante, paraba unos segundos, y luego permanecía, pero no mantenía un patrón
fijo. Era leve, delicado, un roce, algo producido por un deslizamiento, quizás
algo se estaba cayendo, era normal, después de tantos años probablemente el
mismo edificio se estaba cayendo por momentos, pero Laura no lo vio así, ella
debió atribuirlo a algo, en el fondo todo fue culpa de Daniel, si él hubiera
sido sincero desde el principio quizás no hubiéramos fantaseado con tantas
cosas dramáticas, y trágicas. El caso es, que la vimos entrar en el aula, donde
había ocurrido lo de la pizarra, y no la vimos salir. Le juro que yo, apenas
dos, o tres veces, desvié la cabeza de allí, solo para cerciorarme de que Lucía
estaba bien, para confirmarle a ella que yo también lo estaba, luego volvía a
mirar, a vigilar, y no la vi salir. Y a los diez minutos la llamé. ¿Laura?- le
grité- y no contesto, ¡Laura!, levanté la voz, pero no contestaba, el ruido se
había detenido de forma súbita, sin una alteración sin un desarrollo
simplemente había desaparecido. Y no lo pensé dos veces, le dije a Lucía,
venga, vamos a buscarla. ¿Y si ella también está bromeando? No, le dije, puede
haberle pasado algo, pero bromear no está bromeando, sabe que estás mal y ella
no haría algo así.
La cogí del brazo, ella estaba
sudando, seguía respirando mal, con dificultad, me dijo que se notaba
hormigueo, palpitaciones, le dije que respirase hondo, que aguantara, pero que
no quería dejarla sola, que estuviera tranquila, que seguro que no había pasado
nada, que quizás solo se había alejado, y comenzamos a subir los escalones. A
ella le costaba, porque parecía como si le pesaran las piernas, como si no
viera bien, estaba torpe, lenta. Llegamos a la primera planta, seguí
llamándola, ¡Laura!, y ella siguió sin contestar. Entramos en la clase, en la misma en la que habíamos entrado antes. Una fina corriente de aire se filtraba
a través de los barrotes de una ventana que quizás la propia Laura había
abierto. Los colchones seguían esparcidos, despellejados, amarillentos todos,
ensangrentados algunos, encima de uno de ellos había un gato, de peluche, con los
ojos grandes y las pupilas en forma de rombo afilado, color verdoso, su pelaje
era pardo en la raíz, y negruzco en las puntas, su cola arrugada contra el
cuerpo gordo y mohoso. Y en la pizarra
alguien había pintado una cruz, y no lo había hecho con tiza. Con trazos finos,
pero imprecisos, así la habían pintado, y en la mesa, delante de la pizarra,
había un bisturí con sangre, y Lucía gritó. Y yo miré al gato que antes no
estaba allí, y vi la ventana abierta, que juraría que antes había estado
cerrada, y pensé en escapar y recordé que estaba atrapada, y deseé que todo
fuera una broma, por dios, que todo fuera una broma, que todos se hubieran puesto de acuerdo para hacer el imbécil.
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