Ella decía
Ella decía que se estaba transformando, que antes no era así, que algo se estaba apoderando de él: el demonio, decía él, y ella no decía que no. Ella decía que sus ojos parecían capaces de devorar el mundo, que la piel se le iba palideciendo, que estaba perdiendo peso, que se estaba quedando en los huesos; él sonreía y agitaba los brazos escuálidos como si fueran alas, y la perseguía por la casa mientras ella gritaba aterrada.
Le había encontrado ebrio de maldad, puesto de polvo de ángel, caído del cielo menos terrenal. Ella decía que el dolor le había cambiado, que la depresión se lo había comido, y él con la boca desencajada reía a carcajadas mientras afilaba su juego de navajas. Ella decía que el diablo le había poseído, que le iba a hacer cosas que no debía hacer, y él entre risas se dibujaba cuernos, en la nuca, con la mano y le sacaba una lengua de astillas que amenazaba con clavarle en la cara.
Ella le decía que había olvidado el camino de la luz, que ahora solo albergaba maldad, pero él ya no la escuchaba, sabía que ella había dejado de tomar la medicación, que debía irse en cuanto pudiera, pero aquella noche la luna nació oxidada, y ahora él estaba allí, tendido en el suelo sobre una laguna de sangre, con una navaja mariposa clavada en el ojo derecho, y otra en el izquierdo, centelleante; y ella estaba allí, delante, temblando de miedo.
La transformación se había consumado: le había encontrado dormido, invocando al diablo en sueños, cuernos de marfil en la frente, ojos color hueso entrecerrados, los dedos como garras entrelazados sobre el pecho. La mataré, repetía dormido, una y otra vez; o eso, decía ella, cuando la policía, a los pies del cadáver la encontró rezando, santiguándose con los dedos bañados en sangre.
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