Liturgia
Lanzó la ropa sobre el colchón. Suspiró. Con un abrecartas oxidado descosió lenta y cuidosamente hasta el último milímetro de su piel y la tendió en el balcón entre macetas de geranios y magnolias, bajo el poderoso sol que radiaba con estupor, el vientre del barrio Navigli. Se abrió una boca en la tripa dispuesta a morder cada palabra que pronunciara. Descorchó sus ojos y los dejó sumergidos en agua salada en el interior de dos copas de cristal de Bohemia: sospechaba que más tarde los necesitaría. Ahora parecían peces globo, flotando, soñando con valles de espinas. Luego, a tientas, reventó su corazón contra el borde de una jarra de latón y en el coágulo de sangre de la yema mojó sus dedos. Después, dubitativo, los dejó llorar unos minutos suspendidos sobre el papel: ya solo faltaba que llegara ella.
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