Escribiendo...
El diablo le encierra cada noche
en el último rincón de su mente. Sella la puerta de acero de un estruendoso
portazo y se guarda en las tripas la llave. Se sienta al otro lado en una silla
de mimbre: en el rostro la máscara de un búho, en las manos una afilada katana.
En la celda él suspira, otra noche igual, de luna punzante y lacerantes
estrellas. Al otro lado de la celda, el diablo comienza a silbar. Él entiende
que ha llegado el momento. Apoya la espalda contra el frío hormigón, cierra con
fuerza los ojos, aprieta los dientes, comprime los puños, y al poco empieza a
entonar. Esta vez es una historia de venganza, la cuenta con calma, la
despedaza a mordiscos, la regurgita insidioso: un padre furioso, un asesino
cobarde, un buitre sobrevolando a los dos. “Justicia divina” susurra asintiendo
al otro lado del metal el diablo, minutos después, y él, toma aire y lo deja
escapar lentamente. Contempla expectante cómo la puerta empieza a entornarse e
intuye levemente el contorno del pico de la máscara, resplandeciendo bajo la
luz del pasillo. Le ve entrar en la estancia, hacerse a un lado: esta noche le
deja salir. Cuando pasa cerca de él contiene la rabia, podría matarle si se lo
propusiera, acabar con él y ser libre para siempre, pero prefiere no hacerlo.
Lo deja estar. En el fondo conserva la duda que a menudo se le presenta y que a
menudo desprecia sin quererla resolver: cuál, de los dos, es el preso, y cuál
de los dos el carcelero.
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