El monstruo

 


“¿Qué clase de monstruo es el tiempo?”, pensó cuando volvió a verle, “que se desliza lentamente, silencioso y a la vez persistente, sinuoso, entre las venas y los huesos, horadando y carcomiendo, torciendo y desbocando, difuminando y diluyendo, desvelando el alma, prendiéndola a la cara, desnudándola. ¿Qué clase de monstruo?

Supuso que a ella le había hecho lo mismo.

Le miró un segundo que duró una eternidad. Él, sin cruzar una sola palabra, le tendió con ambas manos la caja de madera que ella le había reclamado. Ella la tomó, inclinó los labios en un infructuoso intento por sonreír. El leve contacto con sus manos reprodujo por un momento breves pero afiladas secuencias, colores, lugares, destellos, latidos, sonrisas, promesas. Olas, llamas, tormentas: vendavales de verano que amenazaban entonces con llegar, y que paradójicamente era en este preciso instante cuando la estaban empezando a arrasar.

Él levantó las cejas, ella se agarró a ellas para llegar hasta allí, al momento que estaban viviendo, al ahora, frente a él. “Esto es todo”, se escuchó decir, él asintió, se dio la vuelta, comenzó a alejarse. De pronto empezó a llover, un aguacero traicionero impuso su ley y la obligó a retroceder hasta la entrada de la estación de metro. Allí, a salvo, mientras el agua empañaba el caparazón de cristal que la envolvía, miró la caja y pensó en abrirla. Y al mismo tiempo que un trueno iluminaba de pronto el cielo pensó que era mejor no hacerlo: estaba bien así, al fin y al cabo, solo era una caja.

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